Son comprensibles las reticencias que puede experimentar un editor a la hora de lanzarse a publicar Vellum. De igual manera son comprensibles los dos puntos de vista, totalmente opuestos, que expresan los lectores sobre esta novela. Mientras una buena parte de los lectores despotrica de esta obra – con razones de peso- el resto saluda la obra de Duncan como un soplo de aire fresco en la lineal y monótona literatura de género, prisionera de los convencionalismos inmovilista que la mantienen estancada desde tiempo inmemorial. Pero no busquemos culpables de esta parálisis de ideas más allá de los verdaderos responsables: nosotros los lectores. Con tanta saña criticamos la falta de inventiva y originalidad como crucificamos a todo aquel que se salga de los caminos recorridos una y mil veces que encorseta argumentos para hacerlos tan previsibles como anodinos.
Y a todo esto llegó Vellum. Y con Vellum ponemos a prueba nuestra capacidad para aceptar el juego que nos propone Duncan: tomar como dogma de fe que lo que estamos leyendo es el camino que nos elevará a un nuevo mundo literario para el que sólo están preparados unos pocos elegidos, o bien interpretar lo que se nos muestra ante nuestros ojos como un experimento fallido, un texto donde la presunta complejidad en su estructura sirve de excusa de mal pagador al pobre argumento que, travestido de eclecticismo postmoderno, pretende menospreciar la inteligencia del lector. Por supuesto no le puede faltar a libros como Vellum su corte de palmeros que lo visten con el fatuo aroma del esnobismo, pero eso es otra historia.
Duncan esconde su incompetencia tras la maraña de imágenes inconexas que lanza a través de las páginas de su novela con la pretenciosa intención de crear un nuevo modelo de narrativa experimental. Para tal fin, el argumento de Vellum se sustenta en pilares tan firmes y reconocibles como las referencias a los Mitos de Cthulhu y a su biblia, el Necronomicon; sin olvidar el remedo de tradición homérica que esboza con la amalgana de distintas cosmogonías de dioses y demonios que conviven con los mortales, sin duda herencia de los mitos religiosos de diversas civilizaciones pretéritas que Duncan no duda en utilizar en su provecho. Todo esto escenificado con unos personajes a lo Tarantino en un entorno en el que predominan los grandes saltos en el tiempo y el espacio para despistar al lector, un poco más si cabe. Y ciertamente que Duncan consigue salir con éxito a la hora camuflar su falta de originalidad a la hora de innovar y presentar ideas propias. Para que molestarse si otros ya han creado algo nuevo e interesante antes, pues se adapta a las necesidades propias y punto.
No me voy a extender más sobre Vellum, creo que dejo claro mi parecer sobre esta obra. Lo mejor que puedo decir es que se puede entender la aventura de escribir esta novela como un excéntrico ensayo alrededor de la creación artística, expresada como la analogía literaria de El urinario de Duchamps, pero nunca como un ejercicio de estilo y ni por asomo como una buena novela.
Y a todo esto llegó Vellum. Y con Vellum ponemos a prueba nuestra capacidad para aceptar el juego que nos propone Duncan: tomar como dogma de fe que lo que estamos leyendo es el camino que nos elevará a un nuevo mundo literario para el que sólo están preparados unos pocos elegidos, o bien interpretar lo que se nos muestra ante nuestros ojos como un experimento fallido, un texto donde la presunta complejidad en su estructura sirve de excusa de mal pagador al pobre argumento que, travestido de eclecticismo postmoderno, pretende menospreciar la inteligencia del lector. Por supuesto no le puede faltar a libros como Vellum su corte de palmeros que lo visten con el fatuo aroma del esnobismo, pero eso es otra historia.
Duncan esconde su incompetencia tras la maraña de imágenes inconexas que lanza a través de las páginas de su novela con la pretenciosa intención de crear un nuevo modelo de narrativa experimental. Para tal fin, el argumento de Vellum se sustenta en pilares tan firmes y reconocibles como las referencias a los Mitos de Cthulhu y a su biblia, el Necronomicon; sin olvidar el remedo de tradición homérica que esboza con la amalgana de distintas cosmogonías de dioses y demonios que conviven con los mortales, sin duda herencia de los mitos religiosos de diversas civilizaciones pretéritas que Duncan no duda en utilizar en su provecho. Todo esto escenificado con unos personajes a lo Tarantino en un entorno en el que predominan los grandes saltos en el tiempo y el espacio para despistar al lector, un poco más si cabe. Y ciertamente que Duncan consigue salir con éxito a la hora camuflar su falta de originalidad a la hora de innovar y presentar ideas propias. Para que molestarse si otros ya han creado algo nuevo e interesante antes, pues se adapta a las necesidades propias y punto.
Pero su mayor éxito a la hora de encandilar al lector con un mal truco de prestidigitación lo consigue al basar su estrategia narrativa en la ruptura de las más fundamentales normas de comunicación emisor/receptor, faltando de esta manera al acuerdo tácito que se establece entre el narrador y lector: una cooperación elocutiva que reparte la interpretación del texto al 50% entre ambos extremos de la comunicación, aquí es el lector quien tiene que hacer el 80% del trabajo, con lo que se ralentiza la lectura y su comprensión en exceso. Convierte su discurso en un taller de manufacturas narrativas del que surgen historias cuyo valor no reside en su capacidad de asombrarnos por su verosimilitud, sino en su perversa habilidad para convertirse en paradoja y acertijo a descifrar. De esta manera nos obliga a buscar su desconcertante lógica interna que, en alguan extraña ocasión, se manifiestan al contemplar las situaciones más comunes, iluminadas de repente, revelándonos la certeza de que todo mundo imaginario se encuentra ya, latente, en nuestro mundo cotidiano. Un espejismo creado por la buena voluntad del perdido lector entre los sombrios pasadizos que forman los hilos argumentales de Vellum.
No me voy a extender más sobre Vellum, creo que dejo claro mi parecer sobre esta obra. Lo mejor que puedo decir es que se puede entender la aventura de escribir esta novela como un excéntrico ensayo alrededor de la creación artística, expresada como la analogía literaria de El urinario de Duchamps, pero nunca como un ejercicio de estilo y ni por asomo como una buena novela.